Las guerras van de la mano de la historia de la humanidad, y lamentablemente es un tema que lo podemos ver en pleno siglo XXI.
Vamos a ir directo al tema y para una mejor comprensión, dividiremos las guerras en dos tipos: Las guerras con causas inmediatas y las guerras con causas lejanas.
Índice de contenidos
Guerras con causas inmediatas
Son guerras que se producen con un disparador o detonante preciso, antes de la confrontación entre los bandos del conflicto.
Guerras con causas lejanas
En este caso existe una problemática estructural subyacente durante mucho tiempo y a veces no es fácil de identificar. Por lo general y después de un determinado tiempo, se va a convertir en detonante de una conflagración bélica.
3 causas posibles en el conflicto bélico o guerra
A continuación, vamos a desarrollar 3 causas que pueden desencadenar una guerra.
Económicas
Lo económico se encuentra presente en todas las guerras, y es el causante más importante a la hora de conseguir, territorios, bienes, infraestructuras, etc.
Políticas e ideológicas
Podríamos decir que lo político y lo ideológico van de la mano. De alguna manera, la política expresa ideología que va a generar oposición o lucha frente a los que tienen una ideología política diferente o antitética.
Religiosas
Este tipo de guerra se da, cuando se defienden los credos religiosos a ultranza, generando luchas entre los grupos de diferentes creencias religiosas, que suelen ser muy extremistas.
¿Por qué la guerra? Carta de Einstein a Sigmund Freud
Síntesis de la carta de Albert Einstein a Sigmund Freud de julio de 1932 titulada ¿Por qué la guerra?
Querido profesor Freud:
¿Existe algún medio que permita al hombre librarse de la amenaza de la guerra?
En general se reconoce hoy que, con los adelantos de la ciencia, el problema se ha convertido en una cuestión de vida o muerte para la humanidad civilizada; y, sin embargo, los ardientes esfuerzos desplegados con miras a resolverlo han fracasado hasta ahora de manera lamentable.
Creo, por otra parte, que aquellos cuya tarea consiste en ocuparse práctica y profesionalmente de ese problema son cada vez más conscientes de su impotencia al respecto y desean ahora muy vivamente recabar la opinión de los hombres que, absortos en el cultivo de la ciencia, son capaces de considerar los problemas mundiales con la perspectiva que permite la distancia.
En lo que a mí respecta, la dirección habitual de mi pensamiento no es de los que permiten una visión en profundidad de las zonas oscuras de la voluntad y el sentimiento humano.
Para mí que soy un ser libre de prejuicios nacionales, sólo hay una manera sencilla de abordar el aspecto superficial (es decir administrativo) del problema: el establecimiento, por consentimiento internacional, de un órgano legislativo y judicial para resolver cuantos conflictos surjan entre las naciones. Cada nación se comprometería a someterse a las órdenes dictadas por el órgano legislativo, a apelar al tribunal en todos los casos litigiosos, a plegarse sin reservas a sus decisiones y a ejecutar cuantas medidas estime necesarias para asegurar su aplicación. Pero aquí topo ya con una dificultad: un tribunal es una institución humana que en sus decisiones puede mostrarse tanto más accesible a las solicitaciones extrajudiciales cuanto menor sea la fuerza de que disponga para poner en práctica sus sentencias.
El fracaso, pese a su manifiesta sinceridad, de todos los esfuerzos que durante la última década se han desplegado con miras a alcanzar ese objetivo no nos deja resquicio para dudar de que en este punto intervienen poderosos factores psicológicos que paralizan tales esfuerzos. Algunos de esos factores son fácilmente perceptibles. La apetencia de poder que caracteriza a la clase gobernante en todas las naciones se opone a cualquier limitación de la soberanía nacional.
Ese «apetito político de poder» se nutre a menudo de las actividades de otro grupo cuyas aspiraciones tienen un carácter puramente material y económico. Pienso aquí en particular en ese grupo poco numeroso pero decidido que encontramos en todos los países y que forman individuos que, indiferentes a las razones e intereses sociales, consideran la guerra y la fabricación y venta de armas simplemente como una ocasión para obtener ventajas particulares y ampliar el campo de su poder personal.
Esta sencilla constatación es sólo un primer paso hacia la plena comprensión de la situación efectiva. Enseguida surge una pregunta:
¿Cómo es posible que esa minoría consiga poner al servicio de sus ambiciones a la gran masa del pueblo que de las guerras sólo obtiene sufrimiento y empobrecimiento?
(Cuando hablo de la masa del pueblo, no pretendo excluir a los militares de cualquier graduación que han elegido la guerra como su profesión, con la convicción de que contribuyen a defender los más altos valores de su raza y de que el ataque es a menudo el mejor medio de defensa). Me parece que una respuesta evidente a tal pregunta sería que esa minoría de dirigentes políticos tiene en sus manos la escuela y la prensa y generalmente también a la Iglesia.
Ello le permite organizar y dominar los sentimientos de las grandes masas y convertirlas en su instrumento. Pero ni siquiera esta respuesta explica el problema. Porque de ella surge otra pregunta:
¿Cómo es posible que la masa, por efecto de esos medios artificiosos, se deje inflamar con tan insensato fervor y hasta el sacrificio de la vida?
Sólo veo esta respuesta: El hombre lleva en sí mismo una necesidad de odio y de destrucción. En tiempos normales tal disposición existe en estado latente; sólo se manifiesta en circunstancias extraordinarias. Pero también puede despertársela con cierta facilidad y degenerar en psicosis colectiva. A mi juicio, es ésta la clave de todo el complejo de factores que venimos considerando, el enigma que sólo el conocedor de los instintos humanos puede resolver.
Llegamos así a una última pregunta:
¿Existe la posibilidad de dirigir el desarrollo psíquico del hombre de manera que pueda estar mejor armado contra las psicosis de odio y de destrucción?
En modo alguno me refiero aquí a las masas llamadas incultas. La experiencia demuestra que es más bien la llamada «Intelligentsia» la que resulta más fácil presa de las funestas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no suele tener contacto directo con la experiencia vivida sino que encuentra ésta en su forma más fácil y sintética: el papel impreso.
Para terminar, he aquí otra consideración: hasta ahora sólo he hablado de la guerra entre estados o, dicho de otro modo, de los conflictos internacionales. No ignoro que la agresividad humana se manifiesta también en otras formas y en distintas condiciones (por ejemplo, la guerra civil que en otros tiempos tenía móviles religiosos y hoy los tiene sociales, la persecución de las minorías nacionales…).
Pero he insistido deliberadamente en la forma más típica, más cruel y más desenfrenada de conflicto porque es partiendo de esa forma como podrán encontrarse los medios para evitar los conflictos armados…Reciba mis más cordiales saludos. Albert Einstein
Síntesis de la contestación de Sigmund Freud a Albert Einstein
Síntesis de la contestación de Sigmund Freud a Albert Einstein un mes más tarde.
Comienza usted planteando la cuestión del derecho y la fuerza. Es ése, sin duda alguna, el punto de partida de nuestra investigación. ¿Me permite usted que reemplace el término «fuerza» por el más incisivo y duro de «violencia»? Derecho y violencia son actualmente para nosotros una antinomia. Resulta fácil demostrar que el primero deriva de la segunda.
¿Cómo resuelve el ser humano los conflictos de intereses?
Los conflictos de intereses que surgen entre los hombres se resuelven pues, en principio, por la violencia. Así sucede en todo el reino animal, del que no podría excluirse al hombre. En su caso, evidentemente, a esos conflictos se suman los conflictos de ideas, que se elevan a las más altas cimas de la abstracción y cuya solución parece requerir otro tipo de técnicas. Pero esta complicación sólo aparecerá más tarde.
En los orígenes, en una horda poco numerosa, la superioridad de la fuerza física decidía lo que debía pertenecer a uno u otro o cuál era la voluntad que debía respetarse. La fuerza física va a ser secundada y pronto reemplazada por el recurso a las armas: saldrá victorioso el que posea las mejores o el más diestro en su manejo.
Sabemos que esa situación ha ido evolucionando y que un camino ha llevado de la violencia al derecho, pero cuál. No hay más que uno, a mi juicio, y es el que muestra que varios débiles unidos pueden hacer frente a uno más fuerte: «La unión hace la fuerza.» Así, la unión socava la violencia; la fuerza de esos elementos reunidos representa el derecho, en oposición a la violencia de uno solo.
La comunidad debe mantenerse en forma permanente, organizarse, establecer reglamentos que prevengan las posibles insurrecciones, designar órganos que velen por la observación de los reglamentos, de las leyes, y que aseguren la ejecución de los actos de violencia de conformidad con la ley.
El reconocimiento de una comunidad de intereses de esta naturaleza contribuye a crear entre los miembros de un grupo lazos de orden sentimental, y en esos sentimientos comunitarios se basa la fuerza de la colectividad.
La situación no presenta mayores complicaciones mientras la comunidad se componga de un número limitado de individuos de fuerza semejante. Las leyes de esa asociación determinan entonces, en lo que atañe a las manifestaciones de violencia, la parte de libertad personal a la que el individuo debe renunciar a fin de que la vida en común prosiga con tranquilidad.
Pero esa situación sólo puede concebirse teóricamente; en realidad, el asunto se complica pues desde su origen la comunidad encierra elementos de fuerza desigual hombres y mujeres, padres e hijos y muy pronto la guerra y el sojuzgamiento crean vencedores y vencidos, que se transforman en amos y esclavos.
Vemos entonces que, incluso dentro de una comunidad, no es posible evitar el recurso a la violencia para resolver los conflictos.
Pero las necesidades y la comunión de intereses que nacen de la coexistencia en un mismo suelo favorecen el apaciguamiento de esas luchas, y con estos auspicios, las posibilidades pacíficas de solución progresan constantemente.
Sin embargo, basta echar un vistazo a la historia de la humanidad para asistir a un desfile incesante de conflictos entre una comunidad y uno o varios grupos humanos, entre unidades vastas o reducidas, entre ciudades, países, tribus, aldeas o imperios; esos conflictos, por lo general, se resuelven mediante el enfrentamiento de fuerzas en una guerra. Esas guerras concluyen con el saqueo o con la sumisión completa y la conquista de una de las partes.
¿Cómo evitar las guerras?
Sólo es posible evitar con toda seguridad la guerra si los hombres convienen en instituir un poder central y someterse a sus decisiones en todos los conflictos de intereses. En ese caso es indispensable cumplir dos condiciones: crear una instancia suprema de esa índole y dotarla de la fuerza apropiada.
Sin la segunda, la primera carece de utilidad. Ahora bien, la Sociedad de Naciones ha sido instituida como autoridad suprema, pero no se ha llenado el segundo requisito, pues no dispone de una fuerza propia y sólo puede obtenerla si los miembros de la nueva asociación los diversos Estados se la otorgan. No cabe esperar, de momento, que ello ocurra.
Me parece oportuno comentar ahora otra de sus ideas. Usted se asombra de que sea tan fácil incitar a los hombres a la guerra y supone que existe en los seres humanos un principio activo, un instinto de odio y de destrucción dispuesto a acoger ese tipo de estímulo.
Creemos en la existencia de esa predisposición en el hombre y durante estos últimos años nos hemos dedicado a estudiar sus manifestaciones. ¿Podría, a este respecto, exponerle parte de las leyes del instinto a las que hemos llegado, después de tantos tanteos y vacilaciones?
Admitimos que los instintos del hombre pertenecen exclusivamente a dos categorías: por una parte, los que quieren conservar y unir, a los que llamamos eróticos exactamente en el sentido de Eros en el Banquete de Platón y sexuales, dando explícitamente a ese término el alcance del concepto popular de sexualidad; y, por otra, los que quieren destruir y matar, que englobamos dentro de las nociones de pulsión agresiva o pulsión destructora.
En resumen, no es más que la transposición teórica del antagonismo universalmente conocido del amor y del odio, que es tal vez una forma de la polaridad de atracción y de repulsión que desempeña un papel en el terreno que a usted le es familiar. Pero no nos haga pasar demasiado rápido a las nociones de bien y de mal. Ambas pulsiones son igualmente indispensables pues de su acción conjugada o antagónica proceden los fenómenos de la vida.
¿A que ha llegado el ser humano después de tantos años?
Si usted desea que profundicemos más, verá que las acciones humanas encierran una complicación suplementaria. Es muy raro que un acto obedezca a una sola incitación instintiva, que ya en sí debe ser una combinación de eros y de destrucción. Por lo general, varios motivos, con una combinación similar, deben coincidir para provocar la acción.
Quisiera insistir un poco más en nuestro instinto de destrucción, al que, pese a estar de actualidad, no se da la importancia que merece. Con un pequeño esfuerzo de especulación hemos llegado a concebir que esta pulsión actúa en todo ser viviente y tiende a provocar su ruina, a hacer que la vida vuelva al estado de materia inanimada.
Una inclinación semejante merecía realmente la denominación de instinto de muerte, en tanto que las pulsiones eróticas representaban los esfuerzos en aras de la vida. Ese instinto de muerte se convierte en una pulsión destructora, debido a que se exterioriza, con ayuda de ciertos órganos, contra los objetos. El ser animado protege, por así decirlo, su propia existencia destruyendo el elemento extraño.
Partiendo de nuestras leyes mitológicas del instinto, llegamos fácilmente a una fórmula que abre indirectamente una vía a la lucha contra la guerra. Si la propensión a la guerra es producto de la pulsión destructora, hay que apelar entonces al adversario de esa inclinación, al eros. Todo lo que engendra, entre los hombres, lazos sentimentales debe reaccionar contra la guerra.
El Estado ideal residiría naturalmente en una comunidad de hombres que hubiesen sometido su vida instintiva a la dictadura de la razón. Nada podría crear una unión tan perfecta y tan resistente entre los hombres, aun cuando tuviesen que renunciar a los lazos sentimentales que los unen. Pero es muy probable que ésa sea una esperanza utópica.
Las demás vías y medios de impedir la guerra son ciertamente más plausibles, pero no permitirán lograr éxitos con rapidez. No es agradable imaginar molinos de viento que molerían tan lentamente que habría tiempo para morirse de hambre antes de obtener la harina.
He aquí lo que tengo que añadir: desde tiempos inmemoriales la humanidad sufre el fenómeno del desarrollo de la cultura. (Ya sé que algunos prefieren usar el término civilización). A este fenómeno debemos lo mejor de que estamos hechos y buena parte de lo que sufrimos.
Sus causas y sus orígenes son oscuros, su resultado es incierto y algunos de sus caracteres son fácilmente discernibles. Entre las características psicológicas de la cultura, dos aparecen como las más importantes: él fortalecimiento del intelecto, que tiende a dominar la vida instintiva, y la reversión interior del impulso agresivo, con todas sus consecuencias favorables y peligrosas.
Ahora bien, las concepciones psíquicas hacia las cuales nos arrastra la evolución de la cultura son incompatibles con la guerra, y por eso debemos rebelarnos contra ésta; lisa y llanamente, no podemos soportarla; no es una repugnancia meramente intelectual y afectiva, sino que, para nosotros, pacifistas, es una intolerancia constitucional, una idiosincrasia que en cierto modo alcanza su máxima expresión.
Y, al parecer, las degradaciones estéticas que supone la guerra no son mucho menos graves, para nosotros, que las atrocidades que suscita.
Y ahora,
¿Cuánto tiempo será necesario para que los demás se vuelvan pacifistas?
No lo sabemos, pero tal vez no sea una utopía esperar que la acción de esos dos elementos la concepción cultural y el temor justificado de las repercusiones de una conflagración futura pueda poner término a la guerra en un futuro próximo. Por qué caminos o desvíos, es imposible adivinarlo. Mientras tanto, podemos decirnos: todo lo que trabaja en favor del desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra.
FUENTE:
https://eacnur.org/blog/cuales-son-las-principales-causas-de-la-guerra-tc_alt45664n_o_pstn_o_pst/